Cada mañana, amanece y sale el sol, y con cada amanecer, se extiende un mar de posibilidades…
Y cada mañana me pides amor. Y yo quiero dártelo.
Mientras los platos del desayuno se apilan sobre los de la cena, veo las migas del bizcochón de los niños regados bajo la mesa. Un spaguetti seco en el suelo, un calcetín olvidado. Me acerco a ti, impávido ante el espectáculo y al impulso de abrazarte, sin querer se me mete por el rabillo del ojo un coche de juguete tirado de nuestro hijo, nuestro hijo, que con tanto amor hicimos…
Tu vuelves a pedirme amor, y yo quiero dártelo.
El volcán de ropa se sale a borbotones por fuera de la cesta como lava, y yo intento esconderlo tras la puerta del baño, porque no quiero serte infiel con la lavadora, porque yo quiero amarte, pero hay barreras que nos separan, barrotes de celda que se levantan ante mí, el palo de la escoba y la fregona alzados, dispuestos a la lucha. Y yo, a un lado, y tú al otro. La sonrisa se enfría…. La tormenta se acerca.
Tu me pides amor y yo ya estoy demasiado cansada para dártelo.
Porque no pareces darte cuenta de que para que el amor suceda, debe vivir en un ambiente libre de caos, donde el aire no huela a frito, donde camine sin tropezarse con zapatos olvidados, donde se le dedique el tiempo que merece, donde nos sintamos plenos y dichosos. Y yo te pido ayuda para amarte y tú, desde el altar del ordenador al que a diario veneras, sin mirarme, me dices que aún no has terminado de desayunar, que ahora recoges los cereales regados sin querer por la encimera, la leche derramada; y pasa el tren del amor y no puedo subirme a él, porque me pilla recogiendo la taza de café junto al vater donde ha dejado cerco de hace dias…
Y luego te atreves de nuevo a pedirme amor…
… Y yo ahora te pido que me dejes en paz.
La famosa ventana de media hora que se abre, si el caos periférico no te ciega… adelante pero qué difícil es no sucumbir ante la realidad, lo cotidiano y los orcos que siempre están a las puertas. No estás sola y a la vez vives en la extrema soledad.
Así es.